¡Deténganse! Sepan que yo soy Dios

Estaba en octavo curso cuando nuestro profesor de literatura nos pidió hacer en casa una redacción sobre un argumento de preferencia. Fue la única vez que saqué un 9. Mi título era «El silencio: el gran ausente de nuestro tiempo», y en esas líneas expresaba un profundo deseo, el de detenerme… y escuchar el silencio. Este deseo me ha acompañado desde entonces en la agitada vida de mis jornadas. Ese silencio que te envuelve y te permite hacer una pausa lo sentí en la alta montaña, pero de una manera muy especial en Tierra Santa, en el desierto de Judá y en el Huerto de Getsemaní, donde empezó a crecer en mí el deseo de conocer a Dios.

En esos lugares solitarios y silenciosos pude detenerme, liberar mi mente y mi corazón, dejar a un lado todo lo que me asedia y adormece mis días, lo que anestesia mi conciencia, y fijar mi mirada en Jesucristo. He experimentado que hay que detenerse para escuchar Su voz, para percibir el soplo de Su Espíritu. Hay que detenerse de algún modo para conocer y encontrar a Dios, para saber que Él es Dios. También el Padre Doménico solía aconsejarme que me detuviera al menos 10 minutos cada día para meditar en la Palabra de Dios, y me propuso la adoración eucarística, una forma sencilla de detenerse y estar ante Dios.

«¡Deténganse!»: este grito sincero es el de un Padre que quiere salvar a sus hijos del mal, que los coloca en guardia contra las opciones de muerte. Porque Él

«hará cesar las guerras hasta los confines de la tierra, romperá arcos y quebrará lanzas, quemará escudos en el fuego» (Sal 46,10).

Su deseo para nosotros es la libertad y la plenitud de vida, que sólo podremos reconocer y acoger si nos detenemos a escuchar su voz. No podemos detener el tiempo, pero sí podemos detenernos nosotros.

 

Testimonio de Alfredo

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