«Recuerdo la historia de un hombre, a quien llamé San Francisco, porque era pequeño, delgado, todo piel y huesos. Tenía una obstrucción intestinal y, prácticamente, se estaba muriendo. Cuando lo encontramos, me miró y me rogó que lo llevara a morir en el hospital.
Lo llevamos al centro y no murió porque lo operamos. Cuando lo trajimos de regreso a su aldea, primero reunió a todos y dio un testimonio que nos hizo llorar a todos. No esperábamos todo eso. Más que una recompensa económica, ese testimonio tenía un valor inimaginable; no había nada más hermoso que pudiera habernos dado.
Esto es posible porque detrás de nosotros hay muchas manos que nos ayudan.»
-Hermana Rita